sábado, 2 de marzo de 2013

La carta que no le he entregado a mamá

Mami:

Recuerdo que cuando era niño me gustaba enredarme en especulaciones y perderme en el laberinto que crean las preguntas: ¿qué habría pasado si no fuese parte de tu sangre? ¿Cuál sería mi aspecto? ¿cuál mi comportamiento? Y la más importante: ¿existiría? Ahora, cuando analizo aquel embrollo, llego a la conclusión de que no habría manera de ser diferente. Yo soy tú. No sólo una prolongación de tu existencia. Soy la inmortalidad de tu alma.

¡Cuánto me gustaría haber tenido consciencia del tiempo en que habité en ti! Disfrutar de  la confianza de estos días primigenios, esa misma que se me ha ido perdiendo entre las decepciones de mis hermanos de especie, volver a vivir aquella paz en ese océano materno que gradualmente se fue haciendo más pequeño y que con el dolor culpable de aquella Eva olvidada nos separó corporalmente hasta que aquella otra madre me reciba en su interior, de nuevo sin tener consciencia de serlo. Tampoco disfruté de ese primer alimento, ese maná tibio, último rezago de nuestra pasada unión corporal, que volvía a la mente esa cálida sensación de bienestar y que no sólo nutrió el cuerpo sino la esencia, el ser.

Te recuerdo cantándome, con aflautada voz, esas canciones infantiles que como en el mito bíblico, en cada palabra fueron creando ese mundo hasta entonces desconocido para mí y que de tu mano a cada paso iba poseyendo; esa misma técnica usaste muchas veces para dormirme cuando aún no sabía que tenía que hacerlo y quería seguir explorando la profundidad, aún de las cosas pequeñas que los sentidos iban captando.

Ahora sé, por experiencia propia, que usaste muchas otras triquiñuelas para conseguir pequeños descansos de esa dura labor de madre, victorias pírricas en esa guerra en que se convertía a veces la crianza, guerra de tantos años en la que tú y yo hemos sabido ser vencedores, te veía en la cocina moldeando con paciencia la harina con la que nos alimentabas todos los días antes de ir al colegio. Ahora no puedo dejar de pensar que con nosotros 
hacías lo mismo.

Te recuerdo muy difusamente  en la época de la metamorfosis, te veo lejana, como desfigurada por la neblina de la adolescencia: espejo ególatra y presumido.  Supiste manejar esa edad con paciencia, pero te metías en mis cajones rápida, escurridiza, como esos ratones a los que tanto temes, para encontrar pistas, señales de peligro de aquello que nunca fui gracias al camino que trazaste; fue aquella época difícil en que te veía silenciosa, absorta en el problema cotidiano que a veces se volvía universal, en cómo repetir diariamente el milagro de los panes y los peces con los pocos conocimientos académicos y los muchos prácticos que nuestro extraño mundo no reconoce, te veo recitando todavía la plegaria continua por la unidad, la fe, los deberes y esas realidades  abstractas que siempre fueron tangibles en casa.

Continuaste con tu labor de conductora hasta cuando viste que el barco había llegado a puerto y podría continuar solo, sin embargo no te fuiste: mutaste en sombra, como aquel ángel guardián que crearon tus palabras en los tiernos primeros años, sin reproches ni consejos tal vez porque creíste aprendida la lección o porque estabas cansada de enseñar y ahora prefieres esperar sin prisa a que el reloj marque la hora de tu último trabajo y exponerle tu obra a ese Dios en quien tanto confías y del que me enseñaste a esperar.

Entonces me quedaré solo, únicamente con la carta de navegación que me dejas, tratando aunque sea de imitar el arte que enseñaste solo con el ejemplo, y trataré de refugiarme en pequeños placeres, en estas letras, por ejemplo, aunque no sirva de mucho porque mis conversaciones, mis acciones y mis sentimientos reproducirán los tuyos y de este modo resucitas constantemente en mí y yo no me enojo, me enorgullezco de ser la inmortalidad de tu esencia.

 Gracias.