Mami:
Recuerdo que cuando era niño me gustaba enredarme en
especulaciones y perderme en el laberinto que crean las preguntas: ¿qué habría
pasado si no fuese parte de tu sangre? ¿Cuál sería mi aspecto? ¿cuál mi
comportamiento? Y la más importante: ¿existiría? Ahora, cuando analizo aquel
embrollo, llego a la conclusión de que no habría manera de ser diferente. Yo
soy tú. No sólo una prolongación de tu existencia. Soy la inmortalidad de tu
alma.
¡Cuánto me gustaría haber tenido consciencia del
tiempo en que habité en ti! Disfrutar de la confianza de estos días primigenios, esa
misma que se me ha ido perdiendo entre las decepciones de mis hermanos de
especie, volver a vivir aquella paz en ese océano materno que gradualmente se
fue haciendo más pequeño y que con el dolor culpable de aquella Eva olvidada
nos separó corporalmente hasta que aquella otra madre me reciba en su interior,
de nuevo sin tener consciencia de serlo. Tampoco disfruté de ese primer
alimento, ese maná tibio, último rezago de nuestra pasada unión corporal, que
volvía a la mente esa cálida sensación de bienestar y que no sólo nutrió el
cuerpo sino la esencia, el ser.
Te recuerdo cantándome, con aflautada voz, esas
canciones infantiles que como en el mito bíblico, en cada palabra fueron
creando ese mundo hasta entonces desconocido para mí y que de tu mano a cada
paso iba poseyendo; esa misma técnica usaste muchas veces para dormirme cuando
aún no sabía que tenía que hacerlo y quería seguir explorando la profundidad,
aún de las cosas pequeñas que los sentidos iban captando.
Ahora sé, por experiencia propia, que usaste muchas
otras triquiñuelas para conseguir pequeños descansos de esa dura labor de
madre, victorias pírricas en esa guerra en que se convertía a veces la crianza,
guerra de tantos años en la que tú y yo hemos sabido ser vencedores, te veía en
la cocina moldeando con paciencia la harina con la que nos alimentabas todos
los días antes de ir al colegio. Ahora no puedo dejar de pensar que con
nosotros
hacías lo mismo.
Te recuerdo muy difusamente en la época de la metamorfosis, te veo
lejana, como desfigurada por la neblina de la adolescencia: espejo ególatra y
presumido. Supiste manejar esa edad con
paciencia, pero te metías en mis cajones rápida, escurridiza, como esos ratones
a los que tanto temes, para encontrar pistas, señales de peligro de aquello que
nunca fui gracias al camino que trazaste; fue aquella época difícil en que te
veía silenciosa, absorta en el problema cotidiano que a veces se volvía
universal, en cómo repetir diariamente el milagro de los panes y los peces con
los pocos conocimientos académicos y los muchos prácticos que nuestro extraño
mundo no reconoce, te veo recitando todavía la plegaria continua por la unidad,
la fe, los deberes y esas realidades abstractas que siempre fueron tangibles en
casa.
Continuaste con tu labor de conductora hasta cuando
viste que el barco había llegado a puerto y podría continuar solo, sin embargo
no te fuiste: mutaste en sombra, como aquel ángel guardián que crearon tus
palabras en los tiernos primeros años, sin reproches ni consejos tal vez porque
creíste aprendida la lección o porque estabas cansada de enseñar y ahora
prefieres esperar sin prisa a que el reloj marque la hora de tu último trabajo y
exponerle tu obra a ese Dios en quien tanto confías y del que me enseñaste a
esperar.
Entonces me quedaré solo, únicamente con la carta de
navegación que me dejas, tratando aunque sea de imitar el arte que enseñaste
solo con el ejemplo, y trataré de refugiarme en pequeños placeres, en estas
letras, por ejemplo, aunque no sirva de mucho porque mis conversaciones, mis
acciones y mis sentimientos reproducirán los tuyos y de este modo resucitas
constantemente en mí y yo no me enojo, me enorgullezco de ser la inmortalidad
de tu esencia.
Gracias.