domingo, 12 de noviembre de 2017

Combustión espontánea

Lo primero fue el olor a chamusquina. Lo sentimos todos y alguien lo comentó con gracia: “se nos van a quemar los chécheres” No puedo creer que Lucila no se diera cuenta, simplemente se rió también. El humo empezaba a invadir la sala y nos obligó a mirar hacia el piso para ver cómo el pie de Lucila se reducía a cenizas. Ella quedó como de piedra. Yo había leído algo sobre eso, también sobre rostros humanos que aparecían en el piso de una casa construida sobre un antiguo cementerio y sobre el escurridizo cadáver de Evita: sabía que no iba a quedar viva, sin embargo me esforcé por parecer natural. Creo que Luis y Marcela se fueron asqueados, como sin poder creer lo que ocurría, los demás tratamos de ayudar: Ricardo fue y trajo agua; otro, ya no me acuerdo quien, salió a buscar un extinguidor, yo me quedé dándole la mano a Lucila (mientras el fuego ascendía por su pierna izquierda) animándola y diciéndole que no había problema, que todo iba a salir bien, aunque al mismo tiempo me acordaba de las fotos que mostraba el librito y sabía que ella no tardaría en quedar igual. Le prometí que no la iba a dejar sola, los demás luchaban con aguas y abanicos contra el incendio que ahora había tomado la otra pierna y que iba para la cintura; la cosa fue muy rápida, pero como en todas las grandes tragedias el tiempo pasó muy lento. Ricardo fue el primero que se rindió. Se quedó ahí mirando cómo Lucila se perdía ya entre las llamas, los demás no demoraron en claudicar y lo único que pudimos hacer fue corrernos hacia atrás porque las llamas ya estaban muy avanzadas. Cuando todo terminó y cada uno, como con vergüenza, se fue de la casa no pude dejar de pensar en la ironía de que todo ocurriera un miércoles de ceniza.