Lo primero fue
el olor a chamusquina. Lo sentimos todos y alguien lo comentó con gracia: “se
nos van a quemar los chécheres” No puedo creer que Lucila no se diera cuenta, simplemente se rió también. El humo empezaba a invadir la sala y nos obligó a mirar hacia el piso para ver cómo el pie de Lucila se reducía a
cenizas. Ella quedó como de piedra. Yo había leído algo sobre eso, también
sobre rostros humanos que aparecían en el piso de una casa construida sobre un antiguo cementerio y sobre el escurridizo cadáver de
Evita: sabía que no iba a quedar viva, sin embargo me esforcé por parecer
natural. Creo que Luis y Marcela se fueron asqueados, como sin poder creer lo
que ocurría, los demás tratamos de ayudar: Ricardo fue y trajo agua; otro, ya
no me acuerdo quien, salió a buscar un extinguidor, yo me quedé dándole la mano
a Lucila (mientras el fuego ascendía por su pierna izquierda) animándola y
diciéndole que no había problema, que todo iba a salir bien, aunque al mismo
tiempo me acordaba de las fotos que mostraba el librito y sabía que ella no
tardaría en quedar igual. Le prometí que no la iba a dejar sola, los demás
luchaban con aguas y abanicos contra el incendio que ahora había tomado la otra
pierna y que iba para la cintura; la cosa fue muy rápida, pero como en todas
las grandes tragedias el tiempo pasó muy lento. Ricardo fue el primero que se
rindió. Se quedó ahí mirando cómo Lucila se perdía ya entre las llamas, los
demás no demoraron en claudicar y lo único que pudimos hacer fue corrernos
hacia atrás porque las llamas ya estaban muy avanzadas. Cuando todo terminó y
cada uno, como con vergüenza, se fue de la casa no pude dejar de pensar en la
ironía de que todo ocurriera un miércoles de ceniza.